Muchas veces he pensado acerca de
mi relación con el fútbol. Y esa es la palabra clave: relación. Estoy unido a
él desde los primeros toques con un balón en el jardín de mi abuela, desde una
infancia tan lejana que ya sólo quedan los ecos del recuerdo. Ha sido una
relación larga, de décadas, en la que ha habido amor, pasión, lágrimas y mucha
diversión. Sobre todo diversión. En ocasiones, la unión fue tal que el fútbol llegó
a cumplir en mi vida el papel de los peluches que nos acompañaban por la noche cuando
éramos niños: parecía infantil, a veces enfermizo, pero sólo era miedo. En
verdad, este juego fue salvador.
En una de mis tantas reflexiones,
reflexiones que muchas veces giraban en torno a si no era estúpido reflexionar
sobre algo en esencia tan banal como un mero juego entre veintidós futbolistas,
llegué a la siguiente conclusión: el fútbol es tan importante porque cumple una
de las necesidades básicas de todo ser humano: la de pertenencia. Esta
conclusión no es nada novedosa, la han argumentado y defendido varios
reconocidos football writers, pero
creo que para fijar tus propias ideas es conveniente llegar a ellas por ti
mismo. Pertenencia. Partiendo de este concepto se explican muchas cosas que
rodean este deporte, desde el cariño por el equipo de tu tierra, la comunión
entre afición y jugadores de un club pequeño, el amor irracional por unos colores
por cuestiones familiares y hasta la pasión, tantas veces violenta, que se
genera en los estadios –y en los bares– en forma de grupos ultras.
Entonces, pienso en mi mismo y descubro que no sigo ni al equipo de mi tierra ni
al de mi padre, y tampoco simpatizo con la camaradería de la grada ultra. Mis
dos equipos juegan tan lejos de donde he vivido siempre que parecería que no tengo
la necesidad básica de todo ser humano de pertenecer a algún colectivo con el
que sentirme identificado, protegido o arropado. Pero creo que no es eso.
Existe otra clase de pertenencia,
una pertenencia menos física y más emocional (si es que la pertenencia no es
siempre emocional) en la que creo que se resume mi amor por unos determinados
equipos y no otros. Recuerdo muy bien la noche en la que empecé a seguir al
Manchester United: fue la final frente al Bayern. La vi con mi padre siendo aún
muy niño, y me emocioné como nunca antes lo había hecho con el fútbol; tanto,
que tuve que esconderme para que no se viesen mis lágrimas. Con los años e
internet, empecé a ver cada fin de semana los partidos de ese equipo británico
al que antes sólo podía seguir por el teletexto (qué injusta su decadencia) o en
los periódicos del día siguiente. Tuve suerte y disfruté de la mejor generación
del United en el siglo XXI, la abanderada por Cristiano Ronaldo, con tres ligas
consecutivas, otra Champions y dos finales más. Jamás he disfrutado tanto con
el fútbol como desde 2006. Sin embargo, estoy seguro de que toda esta diversión
no vino sólo por los títulos, los goles, los jugadores increíbles o las
remontadas imposibles, sino por algo mucho más difícil de explicar.
Creo que lo que descubrí en los
últimos siete años y que se remontaba más atrás, lo que me hizo unirme de manera casi irreal a un equipo tan
lejano, fue que encontré un sentido de pertenencia similar al del que
anima al equipo de su tierra, al de su padre o el de sus amigos. Esta pertenencia
no nacía de un espacio físico reconocible, sino de un ritual casi mágico que
sólo yo conocía ya que se creó en mi imaginario particular semana a semana,
partido a partido, donde el denominador común no eran los aficionados, los
jugadores o los rivales: aquello que me unía de forma indisoluble, de manera
romántica y pasional a unos colores, era la presencia perenne de Alex Ferguson.
El escocés era el familiar que nunca falta, la promesa de una eterna calma, la
ligazón con una infancia que desaparece de manera irreversible. En un mundo tan
cambiante, Fergie representaba una de las pocas situaciones inmutables que he
encontrado en mi vida, uno de los rincones donde el caos no había sido capaz de
triunfar. Su adiós es el sonido del despertador; es la excavadora destruyendo
el parque de nuestra niñez; es Marco dejando sola a Laura.
Es hora de volver a dormir con
nuestro peluche favorito; las noches prometen ser más largas, más frías y con más pesadillas.
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