viernes, 10 de mayo de 2013

Caos

Muchas veces he pensado acerca de mi relación con el fútbol. Y esa es la palabra clave: relación. Estoy unido a él desde los primeros toques con un balón en el jardín de mi abuela, desde una infancia tan lejana que ya sólo quedan los ecos del recuerdo. Ha sido una relación larga, de décadas, en la que ha habido amor, pasión, lágrimas y mucha diversión. Sobre todo diversión. En ocasiones, la unión fue tal que el fútbol llegó a cumplir en mi vida el papel de los peluches que nos acompañaban por la noche cuando éramos niños: parecía infantil, a veces enfermizo, pero sólo era miedo. En verdad, este juego fue salvador.

En una de mis tantas reflexiones, reflexiones que muchas veces giraban en torno a si no era estúpido reflexionar sobre algo en esencia tan banal como un mero juego entre veintidós futbolistas, llegué a la siguiente conclusión: el fútbol es tan importante porque cumple una de las necesidades básicas de todo ser humano: la de pertenencia. Esta conclusión no es nada novedosa, la han argumentado y defendido varios reconocidos football writers, pero creo que para fijar tus propias ideas es conveniente llegar a ellas por ti mismo. Pertenencia. Partiendo de este concepto se explican muchas cosas que rodean este deporte, desde el cariño por el equipo de tu tierra, la comunión entre afición y jugadores de un club pequeño, el amor irracional por unos colores por cuestiones familiares y hasta la pasión, tantas veces violenta, que se genera en los estadios –y en los bares– en forma de grupos ultras. Entonces, pienso en mi mismo y descubro que no sigo ni al equipo de mi tierra ni al de mi padre, y tampoco simpatizo con la camaradería de la grada ultra. Mis dos equipos juegan tan lejos de donde he vivido siempre que parecería que no tengo la necesidad básica de todo ser humano de pertenecer a algún colectivo con el que sentirme identificado, protegido o arropado. Pero creo que no es eso.




Existe otra clase de pertenencia, una pertenencia menos física y más emocional (si es que la pertenencia no es siempre emocional) en la que creo que se resume mi amor por unos determinados equipos y no otros. Recuerdo muy bien la noche en la que empecé a seguir al Manchester United: fue la final frente al Bayern. La vi con mi padre siendo aún muy niño, y me emocioné como nunca antes lo había hecho con el fútbol; tanto, que tuve que esconderme para que no se viesen mis lágrimas. Con los años e internet, empecé a ver cada fin de semana los partidos de ese equipo británico al que antes sólo podía seguir por el teletexto (qué injusta su decadencia) o en los periódicos del día siguiente. Tuve suerte y disfruté de la mejor generación del United en el siglo XXI, la abanderada por Cristiano Ronaldo, con tres ligas consecutivas, otra Champions y dos finales más. Jamás he disfrutado tanto con el fútbol como desde 2006. Sin embargo, estoy seguro de que toda esta diversión no vino sólo por los títulos, los goles, los jugadores increíbles o las remontadas imposibles, sino por algo mucho más difícil de explicar.

Creo que lo que descubrí en los últimos siete años y que se remontaba más atrás, lo que me hizo unirme de manera casi irreal a un equipo tan lejano, fue que encontré un sentido de pertenencia similar al del que anima al equipo de su tierra, al de su padre o el de sus amigos. Esta pertenencia no nacía de un espacio físico reconocible, sino de un ritual casi mágico que sólo yo conocía ya que se creó en mi imaginario particular semana a semana, partido a partido, donde el denominador común no eran los aficionados, los jugadores o los rivales: aquello que me unía de forma indisoluble, de manera romántica y pasional a unos colores, era la presencia perenne de Alex Ferguson. El escocés era el familiar que nunca falta, la promesa de una eterna calma, la ligazón con una infancia que desaparece de manera irreversible. En un mundo tan cambiante, Fergie representaba una de las pocas situaciones inmutables que he encontrado en mi vida, uno de los rincones donde el caos no había sido capaz de triunfar. Su adiós es el sonido del despertador; es la excavadora destruyendo el parque de nuestra niñez; es Marco dejando sola a Laura.

Es hora de volver a dormir con nuestro peluche favorito; las noches prometen ser más largas, más frías y con más pesadillas.


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